Las ciudades invisibles by Italo Calvino

Las ciudades invisibles by Italo Calvino

autor:Italo Calvino [Calvino, Italo]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Relato, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1972-01-01T05:00:00+00:00


Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.

—¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? —pregunta Kublai Kan.

—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla —responde Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman.

Kublai permanece silencioso, reflexionando. Después añade:

—¿Por qué me hablas de las piedras? Es sólo el arco lo que me importa.

Polo responde:

—Sin piedras no hay arco.

VI

—¿Te ha sucedido alguna vez ver una ciudad que se parezca a ésta? —preguntaba Kublai a Marco Polo asomando la mano ensortijada fuera del baldaquino de seda del bucentauro imperial, para señalar los puentes que se arquean sobre los canales, los palacios principescos cuyos umbrales de mármol se sumergen en el agua, el ir venir de los botes livianos que dan vueltas en zigzag impulsados por largos remos, las gabarras que descargan cestas de hortalizas en las plazas de los mercados, los balcones, las azoteas, las cúpulas, los campanarios, los jardines de las islas que verdean en el gris de la laguna.

El emperador, acompañado por su dignatario extranjero, visitaba Quinsai, antigua capital de depuestas dinastías, última perla engastada en la corona del Gran Kan.

—No, sir —respondió Marco—, nunca hubiese imaginado que pudiera existir una ciudad semejante a ésta.

El emperador trató de escrutarlo en los ojos. El extranjero bajó la mirada. Kublai permaneció silencioso todo el día.

Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo exponía al soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan terminaba las noches saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta que su primer bostezo daba al séquito de pajes la señal de encender las antorchas para guiar al soberano hasta el Pabellón del Augusto Sueño. Pero esta vez Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.

—Dime una ciudad más —insistía.

—… Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante… —proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le tocó a él rendirse. Era el alba cuando dijo—: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.

—Queda una de la que no hablas jamás.

Marco Polo inclinó la cabeza.

—Venecia —dijo el Kan.

Marco sonrió.

—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?

El emperador no pestañeó.

—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.

Y Polo:

—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.

—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.

—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.

—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.

El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.

—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella.



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